Nona. Si me mojan, yo los quemo (2019) de Camila José Donoso es un boleto de entrada a la intimidad de una mujer mayor, de unos setenta y pocos años, en la que a ratos destella un aire almodovariano que se debe tanto a la poderosa presencia de Josefina Ramírez, la protagonista, como a su cabellera rubia y abrigo rojo. Ramírez es una mujer distinguida que en cada escena pareciera desprenderse del medio que la contiene, una mujer que se conduce con seguridad y parece dueña de su destino. Una mujer capaz de encarnar la premonición de las protestas que sacudieron a Chile desde el pasado 18 octubre.
Nona acaba de cambiarse de Santiago a Pichilemu, donde llega a refugiarse tras quemar la camioneta de un amante demasiado insistente. Más que la anécdota que justifica su llegada a Pichilemu, me interesan los formatos y técnicas con los cuales se registró la película. Nona fue grabada usando distintas texturas: VHS, film de 8 mm, Super 8, digital de alta definición y otras, recurso que transmite la sensación de ver a la protagonista desde todos los ángulos posibles y que somos testigos tanto de su vida consciente como inconsciente. Estas texturas podrían ser identificadas con la “verdad objetiva”, la memoria, lo irrelevante y el documento, y son miradas entrelazadas según un método que fusiona los géneros, oscilando entre ficción y documental, y crea un objeto que concentra un profundo e insidioso poder. También debe ser dicho que este trabajo de fusión de documental y ficción, menos los aspectos autobiográficos, están también presentes en la película debut de Maite Alberdi, El salvavidas (2011).
Personalmente me gustó la escena de la abuela bailando Demolición de Los Saicos, reconocidos pioneros del punk o fundadores del punk sin saberlo. Esa escena es la afirmación de que en Nona existe el germen de la rebeldía y un poder telúrico femenino y que Camila José Donoso pretende conjurar ese poder y construir un monumento a su abuela. Un monumento sonorizado con canciones como “Llévatela” del Trío los Panchos y “Ando de borrachera” de Los Charros de Luchito y Rafael. Un monumento precioso, que en una escena en particular, donde Nona se pasea por la sombras con una bata roja, me recordó lo que podría ser una versión lo-fi de los colores y coreografías de Douglas Sirk.
Personalmente me gustó la escena de la abuela bailando Demolición de Los Saicos, reconocidos pioneros del punk o fundadores del punk sin saberlo. Esa escena es la afirmación de que en Nona existe el germen de la rebeldía y un poder telúrico femenino y que Camila José Donoso pretende conjurar ese poder y construir un monumento a su abuela. Un monumento sonorizado con canciones como “Llévatela” del Trío los Panchos y “Ando de borrachera” de Los Charros de Luchito y Rafael. Un monumento precioso, que en una escena en particular, donde Nona se pasea por la sombras con una bata roja, me recordó lo que podría ser una versión lo-fi de los colores y coreografías de Douglas Sirk.
Nona se propone retratar las muchas mujeres dentro de una mujer, en este caso Josefina Ramírez, la abuela de la autora. Y lo consigue de una manera hermosa y sutil, con frases que parecen dichas al azar. Por ejemplo, cuando Nona limpia sus zapatos con un antiguo pijama y dice: “Lo adoraba, pero se terminó el amor y ahora lo pisoteo”, para luego estallar en risas. O también, cuando habla con su nieta sobre sus dientes postizos y su ojo de vidrio y cómo se verían estos bajo las luces negras de una discoteque. Hay en ella ternura, orgullo, vanidad, presencia de ánimo y la extraña seguridad que emana de una mujer que se conoce y se ama a sí misma.
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* Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979). Estudió literatura en la Universidad de Chile. Es autor de La noche migratoria (2005), Alameda tras las rejas (2010) y Cuaderno esclavo (2017). Ha traducido a autores como Allen Ginsberg, Herman Melville, William Burroughs, Eileen Myles y Gertrude Stein, entre otros. Escribe crítica literaria en la revista Santiago.