Deseo, muerte y un cuerpo que V E L A entre los juncos

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Por Guillermo Mondaca

-Dicen que los infiernos existen de verdad
El infierno del fuego, el de la ira, el de los pecadores…
Y la horrible montaña de agujas
Y el estanque de sangre
El castigo por el amor pecaminoso es el más severo-
Onibaba

Quisiera hablar de Onibaba, una peli japonesa del 64. Rodada en blanco y negro, en un hermoso claroscuro, se la suele considerar una película de terror, aunque yo creo que va más allá de cualquier lectura única, ya sea en clave de estilo, tema o género. Onibaba desborda una interpretación general y propone una multiplicidad de sentidos posibles.

Justamente, una de estas perspectivas posibles en la peli, es el aspecto mítico presente en la base del relato. A su vez, pienso en el mito como construcción simbólica que da sentido a un pueblo y que se constituye como elemento fundacional de la cultura. Al comienzo de la peli, entonces, se habla de una vieja leyenda, un «aspecto primitivo» que se desliza por debajo de la civilización. Un elemento mítico, se podría decir, en cuanto se relaciona con un inconsciente colectivo -articulado, en este caso, a través de un relato-. Se puede pensar en que aquel “aspecto primitivo”, que se anuncia al comienzo, se constituye como un sustrato simbólico, inconsciente, en la articulación misma de la película y su universo simbólico e imaginativo.

Este mismo sustrato mítico se corresponde al intertexto presente en la peli. Onibaba es una leyenda japonesa antigua, de una madre que por avatares trágicos termina asesinando a su hija embarazada con un cuchillo, en una cueva. Como se puede ver, la acción de la leyenda se sostiene en los cuerpos femeninos, madre e hija, y en su relación destructiva. Existe cierto sentido trágico acaecido en los cuerpos. El contenido mítico se encarna desde una ánima destructiva. Cuando hablo de ánima, patudamente me refiero a lo que desde la mitología comparada y la psicología profunda se entiende como las fuentes receptivas o femeninas del cosmos, con todas sus infinitas actualizaciones simbólicas, culturales y psíquicas. Me interesa porque esa ánima se concreta en un cuerpo. Vale decir, en la práctica de un cuerpo y de su relación, a su vez, con otros cuerpos (madre e hija). Existe una genealogía de los cuerpos femeninos en su destrucción.

A su vez, existe una construcción del mal, de lo nefasto, desde la figura del cuerpo de la mujer. La película se desarrolla en un contexto de guerras: el Japón del Período Nanbokuchō, que va desde el 1336 al 1392, en la época medieval. Se vivía un guerra civil, donde se enfrentaron dos Cortes Imperiales. La subsistencia de la población era precaria, asediada por un clima de extrema violencia. Por lo cual, existe un estado alterado del mundo y de la ordenación de la realidad, donde las funciones sociales se encuentran alteradas y subviertas.
En este contexto amenazador, dos mujeres, nuera y suegra, luchan por mantenerse con vida, en una casa entre lo juncos, a la orilla de un río. Su casa es una especie de isla separada del mundo por un animal de junco y agua: son humedales y superficies orgánicas que dialogan con los personajes.

Hichi, el hijo de la suegra, llamada también “anciana” -que en realidad se presenta más bien como una mujer vital, poderosa-, ha muerto en su partida a la guerra civil. Sólo sobrevive Hachi, compañero de Hichi, el hijo muerto, quien retorna luego de haber huido de los enfrentamientos. Para sobrevivir, nuera y suegra asesinan guerreros que asedian la zona, en constantes escaramuzas. Ellas asesinan a samuráis heridos, y roban sus equipo de guerra -armaduras, lanzas-. Los usan para conseguir comida. Asesinan al amparo del bosque de juncos. El entorno natural que rodea su casa constituye una especie de laberinto natural. Dispuesto por la fuerza de la natura, este laberinto absorbe el cuerpo de los sujetos y los mata.

Desde la primera escena se ve el cuerpo de dos hombres perderse entre los juncos, ese laberinto verde, blando, sin forma, que succiona, como una extensión de la potencia femenina. Estos guerreros son asesinados por las dos mujeres y luego arrojados a un pozo. Cuerpos delgados y sudorosos. Cuerpos en sincronía con el espacio de la naturaleza. Funcionan en sincronía con el entorno natural, que se encarga de atraer y atrapar a la presa.

Es a través, justamente, de ese pozo por donde los sujetos masculinos son absorbidos y tragados. Los representantes de la civilización, la ley de la guerra y el poder falocéntrico del samurai no tienen poder en ese microcosmos. Es a través de este pozo que fluye el miasma, el “aspecto primitivo” sugerido al comienzo de la película. Y es el pozo, a la vez, el que se constituye como metonimia del aspecto femenino -el ánima-, simbolizando no tanto la maldad, como la profundidad -el aspecto de lo profundo- que desea y absorbe los cuerpos masculinos. Es, también, una suerte de conexión entre el mundo ordenado, de la luz y la vigilia, y el mundo de la oscuridad, lo bajo, por donde donde se deslizan sustratos atemporales que pujan por salir, tomar forma.
Este mundo sin ley carece de un orden patriarcal que rija la disposición de los sujetos sociales, así como las funciones de los cuerpos en el espacio social. Las polaridades se invierten: mujeres asesinan samuráis. Los utilizan como un medio; los instrumentalizan. Cuerpos femeninos que cosifican símbolos patriarcales -la figura del guerrero-.
A su vez, esta especie de nueva ordenación del mundo se da en sincronía con los ritmos de la naturaleza. Una especie de conexión con los ciclos de compensación cósmica empieza a articular, con sigilo, el hacer de los personajes. En una naturaleza hostil, animales y humanos se confunden, demonios y vivos se hacen uno; repugnancia y deseo se juntan.

Este reordenamiento del mundo se mantiene hasta la llegada de Hachi, el compañero de guerra del hijo de la suegra. Él se instala a vivir en una casita cerca de la de la nuera y la suegra. Este trío se transformará en el centro nuclear del conflicto. Hachi y la joven viuda comienzan a tener relaciones sexuales en las noches, a escondidas de la anciana, quien prohibía los fornicios, pues decía temer quedarse sola. Sin embargo, junto a ese miedo expresado, el de quedarse sola, estaba también el impulso de represión y de prohibición. Su prohibición nace del propio deseo exacerbado: al ver a Hachi y a la joven viuda de su hijo haciendo el amor, la anciana entra en un trance de deseo sexual, frotándose en troncos y plantas. Esta escena trae de vuelta lo que se decía a propósito de la unión entre el cuerpo de la mujer y el espacio natural de la película.

Se comienza a desatar, así, el infierno referido vaticinando, con ello, cierto castigo sobre los cuerpos deseantes. A su vez, sostiene que una condición infernal va aparejada del impulso sexual -lo pecaminoso-. De esta manera, una especie de infierno se cierne en la película. Emerge desde los juncos, y con él, el castigo, el flagelo.

Pérdida del rostro

Una noche aparece un Samurai enmascarado. Lleva una máscara de demonio. Dice poseer el rostro más hermoso de Kioto. Por eso la máscara, para proteger la hermosura de sus facciones. Él ha huido y se ha perdido entre los juncos; la anciana lo guía hacia una hipotética. Sin embargo, lo conduce al pozo, haciéndolo caer. Mediante esta absorción, una vez más, la anciana impone su soberanía sobre el cuerpo masculino. Mientras esto ocurría Hachi y la joven viuda corrían desnudos en el calor de la madrugada, a través de humedales japoneses. La muerte y el erotismo se entrelazan en una relación Eros-Thánatos, que al buscar cada una su dominio soberano sobre la realidad, como decía Sade, sobre el otro, terminan por neutralizarse, haciendo de los continentes del placer y el deseo, los cuerpos, fragmentos de un todo precario y asediado por la muerte.

La anciana se quita la máscara -no sin dificultad- una vez muerto el Samurai. Se ríe de su rostro deforme. Su propósito con la máscara es asustar a la nuera, cuando ésta va a de camino a la choza de Hachi para hacer el amor. Dedicada a frustrar los encuentros sexuales de su nuera y a comercializar con las pertenencias del Samurai que asesina en el pozo, la Anciana se ve un día con la máscara puesta y sin poder sacársela: -“No soy un demonio, no soy un demonio, soy yo, soy yo”-. Por más que intenta sacarse la máscara de demonio con todo su ímpetu, le es imposible. Le pide ayuda a su nuera, pero ésta le dice que es un castigo, que no la ayudará. Finalmente, accede a quitársela, pero la máscara se había incrustado al rostro. Máscara y rostro se hacen uno; humano y demonio se juntan en una sola dimensión física. Muerte y vida se juntan, deseo de muerte y deseo de vida, en un solo cuerpo. Lo que está arriba y lo que está abajo, lo que es mentira y lo que es cierto. En fin, la máscara no se puede sacar sino rompiéndola a golpes. La máscara se quiebra. Y con ella, se deja ver un rostro deforme, arrancado, en una escena que recuerda los rostros deformes de David Lynch, fantasmagorías con el rostro borrado. Seres que no son de acá, de este lugar, pero que irrumpen. El demonio deja se marca en el cuerpo de la mujer, su rostro en la huella simbólica de sus propias acciones. Finalmente, la nuera huye al ver ese aspecto, y la anciana la sale persiguiendo a través de la selva de los juncos, en una carrera vertiginosa a través de cañaverales y senderos nocturnos. Así, llegan a velocidad al pozo, que la nuera salta con agilidad, y al cual anciana cae mientras exclama “Soy humana”.

En cierto sentido, es la misma condición humana la que provoca, digamos, el cúmulo de acciones concretas de los personajes. Incluso la pérdida de la condición humana, a través de la pérdida del rostro como símbolo de lo semejante.
Onibaba, una peli que con elementos mínimos, constituye un caudal simbólico en torno al ser humano y sus profundidades pantanosas. En estos tiempo de violencia y locura podría leerse, también, en clave alegórica y ver en esa pequeña relación de sujetos, la relación del mundo. Una manera de comprender el presente. Sin embargo, me quedo con esa mezcla de misterio, sensualidad y tragedia que descubrí luego de ver Onibaba.

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