Fracturas y pérdidas de la mujer árabe: imagen e instinto

Por Tomás López Soto*

El 23 de febrero del año 532 el emperador Justiniano I decidió remodelar una Basílica construida milenios antes bajo el reinado de Constancio II. Para ello, acometió la ardua y pomposa empresa de traer nobles materiales: columnas helenísticas del templo de Artemisa en Éfeso, mármol verde de Tesalia, piedra negra de la región del Bósforo y piedra amarilla de Siria. Esta Basílica sería un nicho para la devoción de los íconos bizantinos.

No obstante, aquella arquitectura que anhelaba levantarse como la evidencia de la grandeza de los valores del imperio Bizantino (Renovatio Imperii Romanorum, ‘la Renovación del Imperio Romano’) se vería menguada por un hecho capital en la mítica y fatídica intemporal batalla entre oriente y occidente: la conquista de Constantinopla por parte del imperio Otomano. 

Jorge Luis Borges, en su ensayo La muralla y los libros (1950), nos habla con perplejidad sobre un emperador chino, Shih Huang Ti, que, en un acto siniestro y de algún modo fatalmente poético, borró la historia que lo precedió al quemar una vasta biblioteca. Lo que sucedió en la basílica de Santa Sofía fue algo semejante. Aquel cosmos de imágenes de la cultura bizantina fue abolido bajo la acusación de idolatría y reemplazado por bella caligrafía de versos coránicos.

En la película El peral salvaje (2018), del director turco Nuri Bilge Ceylan, hallamos elementos en común con el largometraje de animación El pan de la guerra (2018), de la directora Nora Twomey, disponible en Netflix. Ambos filmes están inscritos en el contexto árabe, uno en el híbrido mundo de la Turquía moderna y el otro en los territorios de tensiones bélicas. De igual modo, ambas obras nos comunican heridas en la mujer árabe: la nostalgia de la sensualidad (tan demonizada por el occidente cristiano), el anquilosamiento de las pulsiones creativas, la pérdida del goce espontáneo (considerado bárbaro para los racionalistas), la represión del deseo.

¿Cuándo fue la última vez que mi corazón dijo algo?, dice Hatice con resignación a Sinan, en El peral salvaje, cuando él le pregunta por las intuiciones de su corazón sobre su pronto casamiento. La escena posee un aura intimista, bella y trascendente, lo que se potencia con las hojas otoñales y la luz suave de media tarde. Hatice, con dulce vehemencia, más adelante habla sobre parajes y experiencias deseadas; sobre la experiencia de empaparse en la lluvia, de ver grandes ciudades; sobre barcos, el amor y emborracharse.

De modo semejante, Parvana y Delowar en El pan de la guerra, dos niñas que deben vestirse como hombre para trabajar, en medio de los ajetreos diarios para llevar alimento a su familia, hablan sobre sus anhelos de conocer el mar como quien habla de algo lejano y onírico. Parvana, quien creció con los imaginativos relatos de su padre, también adquirirá el don del relato, de la imaginatio, construyendo fascinantes historias para apaciguar, mediante la catarsis que otorga la fantasía, los rigores de su realidad.

Tanto para Hatice como para Parvana, la aparición de imágenes nunca es un hecho público. La licencia de la evocación visual siempre es un acto privado y secreto. Hatice imagina barcos y ciudades como quien por primera vez se hace consciente de un anhelo antes oculto bajo las honduras de su vestido. Para ambas, la anunciación de la imagen es la pérdida de un nudo, de una tensión. Recordemos a la mítica heroína de Las mil y una noches, Sherezade, quien redimió la muerte de tantas mujeres mediante aquel ejercicio del relato infinito, ejercicio que solo sucedía en la privacidad del lecho del sultán.

Las imágenes son peligrosas para las ortodoxias, más aún las que muestran el cuerpo. A propósito, podemos rememorar un hecho célebre. Luego del Concilio de Trento, fueron censurados ciertos desnudos pintados por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. La representación visual facilita las heterodoxias: es cosa de situar otro gesto en un rostro, una inclinación del cuerpo, una disposición de los paños. Esta facilidad para la herejía fue prevista por la filosofía islámica al abolir no solo las imágenes de la cultura de Bizancio (la inquisición de la basílica de Santa Sofía), sino también el hecho mismo de la imagen y en su lugar poner el álgebra y, en el centro de todo, la palabra.

La burka es una tabula rasa a la gestualidad del cuerpo que manifiesta un temor a su entropía natural. La mujer grita por la aparición de las imágenes en la dimensión de la fantasía, pero también como gesto vivencial. Autorrepresentar el cuerpo no es otra cosa que vivirlo. En otros tiempos (pre-islámicos), la mujer desarrollaba su espíritu dionisiaco por medio de la danza. A partir de la danza, cuenta la leyenda en Las mil y una noches, la esposa del sultán, mientras él se iba de cacería, motivó una gran orgía con todos los esclavos y esclavas del harén. Otro episodio cuenta cómo cuatro mujeres disfrutan sexualmente entre ellas sin la presencia masculina (en la historia, un intruso ruega unírseles). 

¿Podrán ser acaso los rigores islámicos un terror a las fuerzas instintivas, eróticas y creadoras del género femenino, y las imágenes la posibilidad de liberación? ¿Será la mujer esa fuerza no individualizante, libre, que podría fracturar el falocentrismo de la Meca? 

¿Es la Meca un falo?

Se puede decir entonces que Hatice, Delowar y Parvana representan relatos de un mismo personaje: mujeres islámicas que buscan volver a hallar en el espejo su cuerpo, un mundo que les ha sido vetado.

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* Tomás López Soto (Chile, 2000). Escribe y pinta. Estudia Arte y Gestión Cultural. Obtuvo el premio a mejor cuento joven dado por la Corporación Cultural de las Condes (Festival Edgar Allan Poe, 2016). Colaboró en la página Casasauau.cl. Actualmente organiza ciclos de cine en su casa de estudios (AIEP Providencia).

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