H E M O R R A G I A emancipatoria


por Felipe Estay

 

La gente con frecuencia tiene recuerdos gratos de la maternidad. Yo también. En su juventud, mi madre solía cantar en un coro. Por eso se sabe un montón de canciones de cuna y aún conserva una capacidad vocal formidable. A pesar de eso, no he sido capaz de memorizar su timbre de voz. Apenas tengo recuerdos abstractos y circunstanciales en lo que respecta a esa cualidad de ella. Por ejemplo, recuerdo las notas musicales pasando por su caja torácica mientras me quedaba dormido en su pecho y también me acuerdo de cómo mezclaba llanto y rabia en un sólo grito, mientras la acompañaba una orquesta de platos rotos.

Dicen que la mente es sabia, que el secreto para superar un evento traumático es jugar tetris al menos seis horas después de acontecido el suceso. Y puedo dar fé de ello, de la misma forma en que puedo confirmar el poderoso efecto de un metraje en la mente.

 

Algo así me pasó con Posession (1981), obra maestra del director Andrezj Zulawski, que cuenta con una de las actuaciones femeninas más intensas que haya visto, de la mano de Isabelle Adjani. Por razones que espero clarificar, esta película dejó mis oídos zumbando con los ecos menos agradables de mi infancia.

 

La historia sucede en los exteriores del muro de Berlín, y comienza con el fin de un matrimonio. Después de una extraña misión de espionaje, un hombre llamado Mark (Sam Neil) se encuentra con que su esposa Anna (Adjani) desea el divorcio. Ella nunca manifiesta razones específicas, pero insiste en que no hay ningún tercero.

 

“Quizás todas las parejas pasan por esto”, se pregunta Anna en una civilizada conversación íntima, justo antes de que comience la pesadilla doméstica. Porque mientras Anna se desquicia y se escabulle hacia los brazos de un amante invisible, su marido intenta digerir la realidad con una sobredosis de medicamentos, convulsionando miserablemente en un cuarto de hotel. Después de un par de semanas, Mark vuelve a casa, psicótico, encontrando al pequeño hijo de ambos en estado de abandono. La situación le da motivos suficientes para regresar definitivamente e intentar recuperar a su esposa, incluso si es necesario hacerlo a la fuerza.

 

Muy pronto los roces de la ex pareja se vuelven físicos, lo que significa violencia mutua y autoflagelación. El drama sin embargo, es tan estrepitoso, que no deja espacio para el regocijo o el respiro. Por ejemplo, Zulawski acentúa uno de los griteríos de la pareja con la irrupción casi aleatoria de un accidente automovilístico. El mensaje es claro: no es un drama, sino un desangramiento conyugal en la venia del Anticristo (2009) de Von Trier (e incluso peor).

 

El circuito de cicatrices y narices rotas también abre sus puertas a Heinrich (Heinz Bennent), un insoportable gurú neo hippie que la mujer tiene de amante. Pero él no parece ser la raíz del problema. Anna frecuenta un departamento inhabitado y nadie sabe porqué. Hay algo que la hace olvidar a su hijo, que le provoca una sonrisa cuando recibe un golpe de su marido y que la invita a desparramar las compras del supermercado en la calle. Es una fuerza que Anna manifiesta en un trance chámanico, errático y bipolar.

 

En la segunda mitad del metraje -quizás su porción más demencial y surrealista- se revelará ante nosotros el origen del comportamiento de Anna. En ese momento Zulawski corona su ópera magna de un modo tan repugnante como asombroso.

 

En lo que respecta a impresiones, los sobresaltos quedan fuera de la discusión. Zulawski no entiende el género como una burda técnica de silencios largos y rostros “feos” saltando a la pantalla. Por el contrario, el terror es casi un mérito, una receta compleja de ambiente y dramaturgia cuyo ingrediente principal es la valiente ejecución de Isabelle Adjani, secundada por sus contrapartes masculinas (Sam Neil es otro que hace la actuación de su vida). De hecho, la actriz se llevó el único reconocimiento oficial que tuvo la película durante el festival de Cannes de 1981. Posteriormente, el filme enfrentaría serios problemas de distribución y censura. Por esa misma razón, me veo impedido de detallar las escenas que le valieron este veto, pues cualquier “spoiler” sería otra tremenda injusticia.

 

Posession no trata únicamente de horror, también es un ensayo sobre las dimensiones del concepto que lleva por título: los integrantes masculinos de este triángulo viscoso y sanguinario intentan domesticar una vértice femenina, independiente, alienígena e inexplicable. Ni la sobrevivencia puede detener la histeria o la sexualidad de Anna. Y ahí es donde se asienta el terror, porque no existe exorcista, terapeuta o paladín que pueda controlarla. Obviamente, la película encarna un profundo sótano masculino. De hecho, Zulawski escribió el guión durante su propia separación. Este suceso -entintado con algunas influencias de Anna Karenina- inspiró una historia permeada por sentimientos de pavor y tristeza. Anna es la esposa, madre y amante que aparece en las pesadillas, donde no hay paternalismos ni empatías, sino una estremecedora perplejidad ante un lenguaje subconsciente que domina otros códigos de la violencia y la locura. Lo demás es sólo mirar aquél hermoso abismo de frente.

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